En ese Buenos Aires que ya no existe, atravesado por los tranvías que te llevaban a la cancha después de pertrecharte con los tallarines que amasaba la vieja o la nona. En ese Buenos Aires tanguero y barrial, perdido en la bruma del tiempo y las fotos en blanco y negro, jugaba ese Boca sin codificar, puro pueblo y carnaval. Ese Boca que era el gran triunfo de los que no tienen nada, luchaba mano a mano contra la Maquina de los cajetillas, de los que tuvieron cuna de barro pero eligieron vestirse de seda. Pero aquel Boca de los años ’40 lidiaba con el retiro de sus dos goleadores seriales. Panchito Varallo y Tarasca nada menos, habían colgado los botines y con ellos Boca se había quedado huérfano de 373 goles. Y no había caso, en Boca buscaban y buscaban, pero no encontraban un centreforward como ellos. Se había ganado el título del ’40 sí, y Boca había contado con un exquisito –y goleador –como Piraña Sarlanga, pero se extrañaba ese otro tipo de delantero, el que le gustaba a la afición: contundente, letal, oportunista, potente. Uno que pudiese darle una mano a Salranga o incluso suplantarlo si, como ocurrió en el 41-42, se lesionaba o tenía un temporada más floja.
Fue un 8 de junio de 1941, en cancha de Independiente, cuando el técnico Carlos Calocero decidió hacer debutar a un pibito de 18 años, rubio y de ojos claros, grandote y con piernas que parecían de roble. El pibito era wing derecho y había entrado en inferiores en 1936, con 13 años de edad. Allí se había cansado de hacer goles, armando una sociedad memorable con su amigo “Yiyo” Carniglia. Sociedad en la que mucho tuvo que ver el papá del pibe, quien cuando estaba en quinta le dijo: “Mario, por cada gol que hagas, yo te doy tres pesos”. Mario le propuso a Yiyo repartir el premio: "Vos me la pasás y vamos a medias". En cada pase que le hacía Carniglia le gritaba: "No fallés que yo voy con un cincuenta". La sociedad debutó con siete goles del pibe y 21 pesos, que fueron repartidos según lo convenido. Y la cosa seguiría hasta llegar a Primera, ese 8 de junio del ’41.
Ya en su segundo partido pareció confirmar sus credenciales. A los cuatro minutos del primer tiempo ante Lanús, viene un centro pasado que sobra a toda la defensa y le queda picando. El pibe le mete un derechazo brutal que hace estallar la red y las tribunas del Templo que por aquel entonces tenía recién un año de vida. Pero ese comienzo sería un espejismo. El panorama para el pibe pintó fulero al principio. Era rápido y potente, sí. Muy astuto para desmarcarse y encontrar los espacios vacíos, también. Pero era incapaz de gambetear un mueble. Y no la metía. O mejor dicho, había subido con fama de goleador y no la mandaba a guardar en proporción a esa fama. En el ’41 jugó 18 partidos e hizo 7 goles; en el ’42 la cosa fue peor, ya que jugó 11 partidos y apenas marcó 2 veces. Para colmo, temperamental como era, lo echaron en dos oportunidades. Muchos lo miraban de reojo, otros murmuraban cada vez que tocaba la pelota, y unos cuantos empezaron a silbarlo. Calentón como era, en un amistoso con el Bicho le empiezan a gritar "Tronco" y "Ropero", entre otras lindezas así que se sacó la camiseta y se la tiró a la hinchada, lo que quería hacer en realidad era trompearlos a todos. Y como para ensombrecer más el panorama, riBer que bicampeonaba y las radios y los diarios que se llenaban la boca hablando de La Máquina. Hasta que llegó al año ’43…
Boca arrancó el torneo derrotando a Racing por 3-1 y el pibito metió dos de los goles xeneizes. Sería la primera vez que marcaría dos tantos en un partido, pero no la última. Ese año, de hecho, anotaría seis dopietas, la siguiente en la segunda fecha y ante San Lorenzo. Dos partidos jugados, cuatro goles, y en clásicos. ¡Pavada de envión! De allí en más el pibe dejaría de ser el pibe y se convertiría en Mario Boyé, el gran depredador de redes xeneize de la década. En 1943 Boyé marcaría 15 goles en 26 partidos para que Boca se consagre campeón del torneo, postergando a riBer por un punto, después de luchar mano a mano todo el año. En 1944 Boca volvería a pelear el torneo mano a mano con riBer, consagrándose con dos puntos de ventaja y Boyé aportaría 12 goles a la causa. A esa altura ya nadie dudaba de él. Es más, apareció el cantito: “Yo te daré, te daré niña hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con B… ¡Boyé!”. Y también ese otro que retrataba la fórmula del gol de Boca: “Y ya lo ve, ya lo ve, centro de Sosa, gol de Boyé”. La cosa era más o menos así: la agarraba Carlos “Lucho” Sosa, el mejor lateral derecho de la historia del fútbol argentino, un exquisito con una pegada formidable que sea llegando por la banda o de tiro libre, metía centros perfectos para la aparición por sorpresa, pura potencia, de Boyé. Quien vale decir que no solo tenían un cañón en la pierna, sino en la cabeza también. Los centros de Sosa encontraban la frente o los parietales de Boyé para desgarrar las gargantas xeneizes. Como contra el Lobo en la anteúltima fecha del torneo del ’43… A los 7’ Boca ya perdía 2-0 en La Bombonera y el torneo se le escapaba de las manos. Pero apareció la fórmula Sosa-Boyé a los 24’ y 31’ para empardarlo. Boca lo daría vuelta luego con tanto de Corcuera, lo empataría Gimnasia y Severino Varela lograría el triunfo sobre la hora que le permitiría a Boca mantener la luz de ventaja sobre riBer y salir campeón en la fecha siguiente.
Boyé era eso: la eficacia casi prepotente, la guapeza y personalidad para bancarse la que venga, la inteligencia para ubicarse siempre donde le quedase para pegarle, sea con la cabeza o con los pies. Y claro, esos cañonazos descomunales que le valieron el apodo de Atómico. Corría 1945, los yanquis habían destruido Hiroshima y Nagasaki con sus bombas atómicas y algún relator sin pruritos políticamente correctos decidió trazar el paralelo. El poder destructivo de los remates de Boyé era equivalente al de esas bombas yanquis. ¿No me crees, pibe? Preguntale al arquero Román, de Vélez, al que le causó un esguince de muñeca tratando de sacar uno de sus tiros libres. ¡Ah!, La lesión fue en vano, porque Boyé la clavó… desde 40 metros. O a Isaac López, golero de Chacarita al que el Atómico desmayó con un remate en la cara. Hay tantas anécdotas como remates de Boyé, desde algunas certificadas como cuando metió un gol con tanta fuerza que rompió la red, hasta la casi mitológica según la cual en un entrenamiento de pretemporada mató de un pelotazo a una desafortunada vaca que pastaba detrás del arco…
Boyé jugó en Boca hasta 1949, cuando fue transferido al Genoa italiano, donde fue el máximo artillero con 12 goles, evitó el descenso del conjunto genovés y se ganó el apodo de "Il matadore". Antes de irse ganó las Copas Carlos Ibarguren (1944), Competencia Británica (1946) y Confraternidad (1945 y 1946) con Boca, además de consagrarse goleador del torneo local en 1946 con 24 tantos. Era la primera vez en la historia del fútbol argentino que un wing conseguía este logro, propiedad hasta entonces centreforwards o insiders. Tras su experiencia europea, el Atómico pasó por Racing –donde fue bicampeón e ídolo- y Huracán en la temporada 1954-1955. En 1956, por expreso pedido de su ex compañero y técnico xeneize Jaime Sarlanga, el Atómico volvió a Boca, jugando 18 partidos y marcando 5 goles.
Ya tenía 33 años, alternaba entre la titularidad y la suplencia, así que en marzo de 1956, convencido de que “no quería estar de lástima en Boca", decidió colgar los botines tras 228 partidos y 124 goles. Pero un grande como él no se podía ir así nomás. La despedida fue la que cualquier bostero podría soñar, haciéndole goles a riBer. Mejor que la cuente él: “Jugamos un triangular en Montevideo, con Peñarol y riBer, y allí le hice un gol a Amadeo Carrizo, en el primer tiempo. '¿Sabés qué es el primero que me hacés en tu vida, Mario?', me recordó Amadeo, como dolorido. “En la vida todo llega”, le dije, “Y cuidate que en una de esas, si entro en el segundo tiempo, sigo con la fiesta”. Y me cargó: 'Si me metés otro, te pago un whisky'. Pedí entrar y le hice tres más". Era el 29 de diciembre de 1955 y Boca se lo dio vuelta a riBer con los goles del Atómico, ganando 5-2. Después de eso jugaría unos amistosos en marzo del ’56, pero el hombre de los misiles ya había dado su última gran función.
Por Alberto Moreno para "Boca es Nuestro"
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